sábado, 15 de febrero de 2014

A.

La muerte de mi inocencia no tiene fecha en su epitafio, pero su recuerdo desubicado sigue vivo como un lastre que me impide disfrutar del presente. 

Desconozco en qué época gloriosa he gozado de experiencias más intensas, placeres mayores, afinidades más íntimas e ilusiones menos muertas. Tampoco recuerdo en qué momento cejé en mis desesperados intentos por recuperar la autenticidad perdida, por ahogar la rutina en ramalazos de espontaneidad fingida. En algún punto de mis ritos de auxilio decidí que era más honesto afrontar la pérdida. Cambié el teatro de reanimación por el lamento fúnebre; y aún hoy llevo su luto. 

La nostalgia empapa las letras de cada texto que escribo y los convierte en elegías. Una y otra vez las mismas elegías, tan manidas que ni lágrimas provocan. No puedo vivir sin tu ayuda en esta realidad descafeinada. Las ciudades se suceden una tras otra y son la misma. Todo es siempre lo mismo. La creatividad sólo me ofrece una visita cada mucho y luego me abandona sin siquiera despedirse. Me corta las llamadas y se lleva los pinceles con los que colorear tu sepultura. Y tengo miedo al negro y los espacios sin pintura, porque, 
cuando no hay pigmentos que enmascaren, 
en la piedra crecen hiedras de miedos 
y mohos de dudas.

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