sábado, 21 de febrero de 2015

Adventures in depression


20 de enero, 15:50. El sol da una tregua a la capital gallega por un par de horas invitando a salir a las jaurías de estudiantes hacinados en bibliotecas subterráneas. Un pájaro canta a lo lejos e imagino las calles mojadas de la luz que refleja en los charcos. Transeúntes que esconden sus narices en bufandas tubulares, dejando tras de sí un rastro evanescente con cada exhalación –de los pocos detalles que disfruto de este tiempo, quizás como reminiscencia de esos vahos que desprendían mis colacaos las mañanas de invierno, cuando aún encontraba calidez en los brazos de mi madre. 

La luz ha desistido en sus intentos de sacarme de este pozo de penumbras: la pantalla es un amante demasiado celoso como para permitirme esas aventuras. Durante media hora ha estado golpeando en las persianas, llamándome a gritos mientras colaba sus flaquísimos dedos por los huecos del pvc. Los estiraba tanto que llegó incluso a acariciar mi pelo sucio y secarme tenues lágrimas. Pero luego desistió, como todos los demás. 

He perdido la cuenta de los días que han pasado desde que dejé de usar mis piernas: sólo sé, por la amplitud de mi campo de visión, cuándo no son todavía las 7. No sé si soy consciente siquiera de cuánto de la cama es mi cuerpo, pero me siento como un gusano de seda (un gusano sucio y sudoroso) que se bambolea en su crisálida a la espera de tiempos mejores. Eso sí: percibo todavía la gelidez de mis falanges decrépitas. A veces las poso en mi frente para notar un contraste que me haga sentir aún viva. 

Por lo demás, diría que vivo rodeada por un fuerte de ropa, envases de comida y platos sucios. Allá donde dirijas la mirada en el interior de estos 10 metros cuadrados se yerguen cordilleras de abrigos, planicies de toallas, metrópolis de zumos. Me gusta rememorar aquel alud de calcetines que se desprendió una mañana sin previo aviso, arrasando los suburbios de la pobre ciudad de bricks de avena. Nada tan significativo ha vuelto a impresionarme desde entonces. 

Pero no todo fue siempre de este modo. Hubo un tiempo en que amanecía regularmente al mediodía y realizaba cada mañana un pequeño trayecto. Me levantaba de la cama y caminaba por mi alfombra de pelo negro al escritorio, donde vivía y comía hasta que los ojos volvían a pedirme un descanso. Después comencé a acercar la silla ayudada de un paraguas para trasladarme de una a otra superficie sin tener que pisar el suelo; pero ese trabajo era cada vez más complicado, pues empezaron a crecer las montañas de ropa hasta que la alfombra dejó de ser visible. Comprendí que la base giratoria de mi silla anhelaba intensamente soterrarse en aquel terreno mullido y dejé de arrancar las camisetas que se enredaban en sus patas. Ahora que he aceptado sus raíces nuestra relación es más amistosa, y recolecto cada mañana algunas galletas que aparecen en su asiento. 

El caso es, que tras esa renuncia, mi ordenador se encontraba demasiado lejos como para alcanzarle con mis manos. Hiberné e hiberné esperando a que el verano deforestase aquella zona, pero el desorden sólo aumentaba. Recorría el whatsapp con ojos tristes e intentaba reproducir algún vídeo con cobertura cada vez más precaria. Pero una mañana cambió mi suerte. Desperté con el ruido de un vaso cayendo sobre la arista del segundo cajón de la mesilla. Al incorporar la cabeza encontré cercana a mi vieja amiga: quería devolverme el favor por aprobar su identidad. Estaba dispuesta entre el escritorio y la cama, con sus reposabrazos orientados diagonalmente hacia el portátil. Repté hacia el norte con manos y rodillas, apoyando mi pecho sobre las duras piezas de plástico… hasta que mis yemas alcanzaron a tocar el cristal ¡Casi caigo a un acolchado abismo! En mi mente era una agente secreta suspendida del techo que debía robar un gran tesoro. Envases vacíos lo flanqueaban, dispuestos para hacer saltar la alarma al mínimo roce con mis vellos. Agarré el ordenador con mi izquierda y liberé el cargador en equilibrio. Volví agotada hacia el colchón y dormí por 13 horas con mano y mejillas sobre sus teclas: desde entonces es mi confidente en las horas de vigilia.

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